¿Quién fue Simoncelli…?

La respuesta a esta pregunta es bien sencilla, aunque doble: Un “peleas” niñato inconsciente antes de morir y un bromista cariñoso bonachón tras su fallecimiento. Confieso que yo no le conocía de forma personal por lo que, para contestar, solo he podido guiarme por la información recibida de los medios de comunicación.

Para confirmar lo dicho baste por ejemplo con revisionar las retransmisiones de las carreras de Moto GP ofrecidas por TVE en los dos últimos años y en ellas los comentarios de sus presentadores y varios pilotos, cuyo discurso sobre el finado cambió diametralmente en la última y trágica prueba que disputó Marco Simoncelli.

Así pues, ¡tranquilo todo el mundo!: por mucho que tu vida no haya sido un dechado de virtudes, cuando mueras tienes el aprobado asegurado. Fallecer sube nota automáticamente y borra milagrosamente lo menos bueno para eclesialmente perdonar todos tus pecados.

Es evidente que, por su rabiosa actualidad, el caso del motorista italiano recientemente fallecido en acto de servicio nos sirve para ilustrar un comportamiento que yo definiría como atávico y que posiciona nuestra conducta en un plano de hipocresía social cuya implicación más cruenta viene por el lado opuesto al ahora comentado.

Efectivamente, no voy a gastar mucho más teclado en condenar la consuetudinaria indulgencia que con los “ausentes” viene siendo practicada desde hace siglos pues esto, aunque discutible, no les hace tanto mal y algún día yo también lo agradeceré. Más bien quiero tratar lo contrario (lo que les perjudica en vida) y es el excesivo rigor con que púbicamente juzgamos a los “presentes”, que desconoce lo que es el elogio de lo bueno y merecido en una suerte de desbordada epidemia de tacañería del halago que retrata cruelmente a la cada vez más competitiva sociedad actual.

Con el reconocimiento de las virtudes de los demás ocurre como cuando en el fútbol el equipo contrario es netamente superior, pero no se le aplauden sus jugadas por temor a que todavía pueda hacerlo mejor.

Uno de los ámbitos en donde todo esto tiene una especial trascendencia es en el empresarial, donde la ausencia habitual de la significación de los logros ajenos supone quizás el principal freno en el progreso de los equipos de trabajo, al herir mortalmente la motivación de sus integrantes. Y todo ello por la equivocada creencia de muchos directivos que les lleva a pensar que los méritos de los demás ejercen siempre como deméritos propios, por lo que conviene silenciarlos. Silencio que, pese a su carácter reactivo, nunca será neutral al llegar a “sentirse” dolorosamente por quienes se consideran merecedores de la gratitud ajena en premio a sus esfuerzos y resultados conseguidos.

Estoy convencido de que Marco Simoncelli no era tan malo de vivo como bueno lo ha sido de muerto pues, como todos, el caleidoscopio de su vida se conformaba de tantas aristas que destacar en un sentido u otro solo algunas pocas nunca reflejará acertadamente lo que fue su verdadera personalidad.

Valorar a las personas con la mayor dosis de ecuanimidad posible y así manifestarlo es una obligación que deberíamos imponernos todos y en especial aquellos cuya opinión tiene más poder de influencia en los demás, además de nunca traicionar esa acertada máxima que nos aconseja siempre…

“Alabar en público y Criticar en privado

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro